domingo, 3 de junio de 2012

11. “La Obra en Pro de los Intemperantes” EL MINISTERIO DE CURACIÓN


Toda verdadera reforma tiene su lugar en la obra del Evangelio y tiende a elevar al alma a una vida nueva y más noble. La obra de temperancia requiere especialmente la ayuda de los obreros cristianos, quienes deberían atender a esta reforma y hacer de ella una cuestión vital. En todas partes deberían enseñar al pueblo los principios de la verdadera templanza, e invitar a los oyentes a firmar el voto de temperancia. Debe hacerse todo lo posible en beneficio de quienes son esclavos de malos hábitos. 

En todas partes hay algo que hacer por las víctimas de la intemperancia. En el seno de las iglesias, de las instituciones religiosas y de los hogares en que se hace profesión cristiana, muchos jóvenes van camino de su ruina. Sus hábitos intemperantes les acarrean enfermedades, y por el afán de obtener dinero para satisfacer sus apetitos pecaminosos caen en prácticas deshonestas. Arruinan su salud y su carácter. Lejos de Dios, desechos de la sociedad, estas pobres almas se sienten sin esperanza para esta vida ni para la venidera. A los padres se les parte el corazón. Muchos consideran a estos extraviados como casos desesperados; pero Dios no los considera así, pues comprende todas las circunstancias que han hecho de ellos lo que son, y se apiada de ellos. Esta clase de gente requiere ayuda. Jamás, debe dársele lugar a que diga: "Nadie se preocupa de mi alma."

Entre las víctimas de la intemperancia hay representantes de toda clase social y de todas las 128 profesiones. Hombres encumbrados, de gran talento y altas realizaciones, han cedido a sus apetitos hasta que han quedado incapaces de resistir a la tentación. Algunos que en otro tiempo poseían riquezas, han quedado sin familia ni amigos, presos de padecimientos, miseria, enfermedad y degradación. Perdieron el dominio de sí mismos. Si nadie les tiende una mano de auxilio, se hundirán cada vez más. En ellos el exceso no es tan sólo pecado moral, sino enfermedad física. Muchas veces, al ayudar a los intemperantes, deberíamos primero, conforme a lo que Cristo hizo tantas veces, atender a su condición física. Necesitan alimentos y brebajes sanos y no excitantes, ropa limpia y facilidades para asegurar la limpieza del cuerpo. Necesitan que se les rodee de influencias sanas, cristianas y enaltecedoras. En cada ciudad debería haber un lugar donde los esclavos del vicio hallaran ayuda para romper las cadenas que los aprisionan. Para muchos las bebidas alcohólicas son el único solaz en la aflicción; pero tal no sucedería si, en vez de desempeñar el papel del sacerdote y del levita, los cristianos de profesión siguieran el ejemplo del buen samaritano.

Al tratar con las víctimas de la intemperancia debemos recordar que no son hombres cuerdos, sino que de momento están bajo el poder de un demonio. Hay que ser pacientes y tolerantes con ellos. No os fijéis en su exterior repulsivo; antes acordaos de la preciosa vida por cuya redención Cristo murió. Al despertar el borracho a la conciencia de su degradación, haced cuanto os sea posible por demostrarle que sois amigos suyos. No pronunciéis una sola palabra de censura. No le manifestéis reproche ni aversión por vuestros actos o miradas. Muy probable es que esa pobre alma se maldice ya a sí misma. Ayudadle a levantarse. Decidle palabras que le alienten a tener fe. Procurad fortalecer todo buen rasgo de su carácter. Enseñadle a tender las manos al cielo. Mostradle que le es posible llevar una vida que le gane el respeto de sus semejantes. 129 Ayudadle a ver el valor de los talentos que Dios le ha dado, pero que él descuidó de acrecentar.

Aunque la voluntad esté depravada y débil, hay para ese hombre esperanza en Cristo, quien despertará en su corazón impulsos superiores y deseos más santos. Alentadle a que mantenga firme la esperanza que le ofrece el Evangelio. Abrid la Biblia ante el tentado que lucha, y leedle una y otra vez las promesas de Dios, que serán para él como hojas del árbol de la vida. Seguid esforzándoos con paciencia, hasta que con gozo agradecido la temblorosa mano se aferre a la esperanza de redención por Cristo.

Debéis seguir interesándoos por aquellos a quienes queráis ayudar. De lo contrario, nunca alcanzaréis la victoria. Siempre los tentará el mal. Una y otra vez se sentirán casi vencidos por la sed de bebidas embriagantes; puede que caigan y vuelvan a caer; pero no cejéis por ello en vuestros esfuerzos. Resolvieron hacer el esfuerzo de vivir para Cristo; pero debilitóse su fuerza de voluntad, y, por tanto, deben guardarlos cuidadosamente los que velan por las almas como quienes han de dar cuenta. Perdieron su dignidad humana, y la han de recuperar. Muchos han de luchar con potentes tendencias hereditarias al mal. Al nacer heredaron deseos contrarios a la naturaleza e impulsos sensuales, y hay que prevenirlos cuidadosamente contra ellos. Por dentro y por fuera, el bien y el mal porfían por la supremacía. Quienes no han pasado jamás por semejantes experiencias no pueden conocer la fuerza casi invencible de los apetitos ni lo recio del conflicto entre los hábitos de satisfacerlos y la resolución de ser templados en todo. Hay que volver a batallar repetidamente.

Muchos de los atraídos a Cristo carecerán de valor moral para proseguir la lucha contra los apetitos y pasiones. Pero el obrero no debe desalentarse por ello. ¿Recaen tan sólo los sacados de los profundos abismos? 130 Recordad que no trabajáis solos. Los ángeles comparten el servicio de los sinceros hijos de Dios. Y Cristo es el restaurador. El gran Médico se pone al lado de sus fieles obreros, diciendo al alma arrepentida: "Hijo, tus pecados te son perdonados." (Marcos 2:5.)

El Evangelio puede salvarlos
Muchos desechados se aferrarán a la esperanza que el Evangelio les ofrece, y entrarán en el reino de los cielos, mientras que otros que tuvieron hermosas oportunidades y mucha luz, pero no las aprovecharon, serán dejados en las tinieblas de afuera. Las víctimas de los malos hábitos deben reconocer la necesidad del esfuerzo personal. Otros harán con empeño cuanto puedan para levantarlos, y la gracia de Dios les es ofrecida sin costo; Cristo podrá interceder, sus ángeles podrán intervenir; pero todo será en vano si ellos mismos no resuelven combatir por su parte.

Las últimas palabras de David a Salomón, joven a la sazón y a punto de ceñir la corona de Israel, fueron éstas: "Esfuérzate,,y sé varón." (1 Reyes 2:2.) A todo hijo de la humanidad, candidato a inmortal corona, van dirigidas estas palabras  inspiradas: "Esfuérzate, y sé varón." A los que ceden a sus apetitos se les ha de inducir a ver y reconocer que necesitan renovarse moralmente si quieren ser hombres. Dios les manda despertarse y recuperar, por la fuerza de Cristo, la dignidad humana dada por Dios y sacrificada a la pecaminosa satisfacción de los apetitos.

Al sentir el terrible poder de la tentación y la fuerza arrebatadora del deseo que le arrastra a la caída, más de uno grita desesperado: "No puedo resistir al mal." Decidle que puede y que debe resistir. Bien puede haber sido vencido una y otra vez, pero no será siempre así. Carece de fuerza moral, y le dominan los hábitos de una vida de pecado. Sus promesas 131 y resoluciones son como cuerdas de arena. El conocimiento de sus promesas quebrantadas y de sus votos malogrados le debilitan la confianza en su propia sinceridad, y le hacen creer que Dios no puede aceptarle ni cooperar con él, pero no tiene por qué desesperar.

Quienes confían en Cristo no han de ser esclavos de tendencias y hábitos hereditarios o adquiridos. En vez de quedar sujetos a la naturaleza inferior, han de dominar sus apetitos y pasiones. Dios no deja que peleemos contra el mal con nuestras fuerzas limitadas. Cualesquiera que sean las tendencias al mal, que hayamos heredado o cultivado, podemos vencerlas mediante la fuerza que Dios está pronto a darnos.

El poder de la voluntad
El tentado necesita comprender la verdadera fuerza de la voluntad. Ella es el poder gobernante en la naturaleza del hombre, la facultad de decidir y elegir. Todo depende de la acción correcta de la voluntad. El desear lo bueno y lo puro es justo; pero si no hacemos más que desear, de nada sirve. Muchos se arruinarán mientras esperan y desean vencer sus malas inclinaciones. No someten su voluntad a Dios. No escogen servirle.

Dios nos ha dado la facultad de elección; a nosotros nos toca ejercitarla. No podemos cambiar nuestros corazones ni dirigir nuestros pensamientos, impulsos y afectos. No podemos hacernos puros, propios para el servicio de Dios. Pero sí podemos escoger el servir a Dios; podemos entregarle nuestra voluntad, y entonces él obrará en nosotros el querer y el hacer según su buena voluntad. Así toda nuestra naturaleza se someterá a la dirección de Cristo. Mediante el debido uso de la voluntad, cambiará enteramente la conducta. Al someter nuestra voluntad a Cristo, nos aliamos con el poder divino. Recibimos fuerza de lo alto para mantenernos firmes. Una vida pura y noble, de victoria sobre nuestros apetitos y pasiones, 132 es posible para todo el que une su débil y vacilante voluntad a la omnipotente e invariable voluntad de Dios.

Los que luchan contra el poder de los apetitos deberían ser instruídos en los principios del sano vivir. Debe mostrárseles que la violación de las leyes que rigen la salud, al crear condiciones enfermizas y apetencias que no son naturales, echa los cimientos del hábito de la bebida. Sólo viviendo en obediencia a los principios de la salud pueden esperar verse libertados de la ardiente sed de estimulantes contrarios a la naturaleza. Mientras confían en la fuerza divina para romper las cadenas de los apetitos, han de cooperar con Dios obedeciendo a sus leyes morales y físicas. A los que se esfuerzan por reformarse se les debe proporcionar ocupación. A nadie capaz de trabajar se le debe enseñar a esperar que recibirá comida, ropa y vivienda de balde. Para su propio bien, como para el de los demás, hay que idear algún medio que le permita devolver el equivalente de lo que recibe. Aliéntese todo esfuerzo hacia el sostenimiento propio, que fortalecerá el sentimiento de la dignidad personal y una noble independencia. Además, la ocupación de la mente y el cuerpo en algún trabajo útil es una salvaguardia esencial contra la tentación.

Desengaños y peligros
Los que trabajan en pro de los caídos encontrarán tristes desengaños en muchos que prometían reformarse. Muchos no realizarán más que un cambio superficial en sus hábitos y prácticas. Los mueve el impulso, y por algún tiempo parecen haberse reformado; pero su corazón no cambió verdaderamente. Siguen amándose egoístamente a sí mismos, teniendo la misma hambre de vanos placeres y deseando satisfacer sus apetitos. No saben lo que es la edificación del carácter, y no puede uno fiarse de ellos como de hombres de principios. 133 Han embotado sus facultades mentales y espirituales cediendo a sus apetitos y pasiones, y esto los ha debilitado. Son volubles e inconstantes. Sus impulsos tienden a la sensualidad. Tales personas son a menudo una fuente de peligro para los demás. Considerados como hombres y mujeres regenerados, se les confían responsabilidades, y se los pone en situación de corromper a los inocentes con su influencia.

Aun aquellos que con sinceridad procuran reformarse no están exentos del peligro de la recaída. Necesitan que se les trate con gran sabiduría y ternura. La tendencia a adular y alabar a los que fueron rescatados de los más hondos abismos, prepara a veces su ruina. La práctica de invitar a hombres y mujeres a relatar en público lo experimentado en su vida de pecado abunda en peligros, tanto para los que hablan como para los oyentes. El espaciarse en escenas del mal corrompe la mente y el alma. Y la importancia concedida a los rescatados del vicio les es perjudicial. Algunos llegan a creer que su vida pecaminosa les ha dado cierta distinción. Así se fomenta en ellos la afición a la notoriedad y la confianza en sí mismos, con consecuencias fatales para el alma. Podrán permanecer firmes únicamente si desconfían de sí mismos y dependen de la gracia de Cristo.

A todos los que dan pruebas de verdadera conversión se les debe alentar a que trabajen por otros. Nadie rechace al alma que deja el servicio de Satanás por el servicio de Cristo. Cuando alguien da pruebas de que el Espíritu de Dios lucha con él, alentadle para que entre en el servicio del Señor. "Recibid a los unos en piedad, discerniendo." (Judas 22.) Los que son sabios en la sabiduría que viene de Dios verán almas necesitadas de ayuda, personas que se han arrepentido sinceramente, pero que, si no se les alienta, no se atreverán a asirse de la esperanza. El Señor incitará al corazón de sus siervos a dar la bienvenida a estos temblorosos y arrepentidos, y a invitarles a la comunión de su amor. 

Cualesquiera que hayan sido los pecados que los 134 asediaron antes, por muy bajo que hayan caído, si contritos acuden a Cristo, él los recibe. Dadles, pues, algo que hacer por él. Si desean procurar sacar a otros del abismo de muerte del que fueron rescatados ellos mismos, dadles oportunidad para ello. Asociadlos con creyentes experimentados, para que puedan ganar fuerza espiritual. Llenadles el corazón y las manos de trabajo para el Maestro.

Cuando la luz brille en el alma, algunos que parecían estar completamente entregados al pecado, se pondrán a trabajar con éxito en favor de pecadores tales como eran ellos. Por medio de la fe en Cristo, habrá quienes alcancen altos puestos de servicio, y se les encomendarán responsabilidades en la obra de salvar almas. Saben dónde reside su propia flaqueza, y se dan cuenta de la depravación de su naturaleza. Conocen la fuerza del pecado y el poder de un hábito vicioso. Comprenden que son incapaces de vencer sin la ayuda de Cristo, y su clamor continuo es: "A ti confío mi alma desvalida."

Estos pueden auxiliar a otros. Quien ha sido tentado y probado, cuya esperanza casi se desvaneció, pero fue salvado por haber oído el mensaje de amor, puede entender la ciencia de salvar almas. Aquel cuyo corazón está lleno de amor por Cristo porque el Salvador le buscó y le devolvió al redil, sabe buscar al perdido. Puede encaminar a los pecadores hacia el Cordero de Dios. Se ha entregado incondicionalmente a Dios, y ha sido aceptado en el Amado. La mano que el débil había alargado en demanda de auxilio fue asida. Por el ministerio de tales personas, muchos hijos pródigos volverán al Padre.

Para toda alma que lucha por elevarse de una vida de pecado a una vida de pureza el gran elemento de fuerza reside en el único "nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos." (Hechos 4:12.) "Si alguno tiene sed," de esperanza tranquila, de ser libertado de inclinaciones pecaminosas, Cristo dice: "Venga a mí, y beba." (Juan 7:37). 135 El único remedio contra el vicio es la gracia y el poder de Cristo.

De nada sirven las buenas resoluciones que uno toma confiado en su propia fuerza. No conseguirán todas las promesas del mundo quebrantar el poder de un hábito vicioso. Nunca podrán los hombres practicar la templanza en todo sino cuando la gracia divina renueve sus corazones. No podemos guardarnos del pecado ni por un solo momento. Siempre tenemos que depender de Dios.

La reforma verdadera empieza con la purificación del alma. La obra en pro de los caídos sólo conseguirá verdadero éxito cuando la gracia de Cristo reforme el carácter, y el alma se ponga en relación viva con Dios.

Cristo llevó una vida de perfecta obediencia a la ley de Dios, y así dio ejemplo a todo ser humano. La vida que él llevó en este mundo, tenemos que llevarla nosotros por medio de su poder y bajo su instrucción.

En la obra que desempeñamos por los caídos, han de quedar impresas en el espíritu y en el corazón, las exigencias de la ley de Dios y la necesidad de serle leales. No dejéis nunca de manifestar que hay diferencia notable entre el que sirve a Dios y el que no le sirve. Dios es amor, pero no puede disculpar la violación voluntaria de sus mandamientos. Los decretos de su gobierno son tales que los hombres no pueden evitar las consecuencias de desobedecerlos. Dios sólo honra a los que le honran. El comportamiento del hombre en este mundo decide su destino eterno. Según haya sembrado, así segará.

  A la causa ha de seguir el efecto.
Sólo la obediencia perfecta puede satisfacer el ideal que Dios requiere. Dios no dejó indefinidas sus demandas. No prescribió nada que no sea necesario para poner al hombre en armonía con él. Hemos de enseñar a los pecadores el ideal de Dios en lo que respecta al carácter, y conducirlos a Cristo, cuya gracia es el único medio de alcanzar ese ideal. 136 El Salvador llevó sobre sí los achaques de la humanidad y vivió una vida sin pecado, para que los hombres no teman que la flaqueza de la naturaleza humana les impida vencer. Cristo vino para hacernos "participantes de la naturaleza divina," y su vida es una afirmación de que la humanidad, en combinación con la divinidad, no peca.

El Salvador venció para enseñar al hombre cómo puede él también vencer. Con la Palabra de Dios, Cristo rechazó las tentaciones de Satanás. Confiando en las promesas de Dios, recibió poder para obedecer sus mandamientos, y el tentador no obtuvo ventaja alguna. A cada tentación Cristo contestaba: "Escrito está." A nosotros también nos ha dado Dios su Palabra para que resistamos al mal. Grandísimas y preciosas son las promesas recibidas, para que seamos "hechos participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que está en el mundo por concupiscencia." (2 Pedro 1:4.)

Encareced al tentado a que no mire a las circunstancias, a su propia flaqueza, ni a la fuerza de la tentación, sino al poder de la Palabra de Dios, cuya fuerza es toda nuestra. "En mi corazón -dice el salmista- he guardado tus dichos, para no pecar contra ti." "Por la palabra de tus labios yo me he guardado de las vías del destructor." (Salmos 119:11; 17:4.) Dirigid a la gente palabras de aliento; elevadla hasta Dios en oración. Muchos vencidos por la tentación se sienten humillados por sus caídas, y les parece inútil acercarse a Dios; pero este pensamiento es del enemigo. Cuando han pecado y se sienten incapaces de orar, decidles que es entonces cuando deben orar. Bien pueden estar avergonzados y profundamente humillados; pero cuando confiesen sus pecados, Aquel que es fiel y justo se los perdonará y los limpiará de toda iniquidad.

No hay nada al parecer tan débil, y no obstante tan invencible, 137 como el alma que siente su insignificancia y confía por completo en los méritos del Salvador. Mediante la oración, el estudio de su Palabra y el creer que su presencia mora en el corazón, el más débil ser humano puede vincularse con el Cristo vivo, quien lo tendrá de la mano y nunca lo soltará.

Estas preciosas palabras puede hacerlas suyas toda alma que more en Cristo. Puede decir: "A Jehová esperaré, esperaré al Dios de mi salud: el Dios mío me oirá. Tú, enemiga mía, no te huelgues de mí: porque aunque caí, he de levantarme; aunque more en tinieblas, Jehová será mi luz...." "El tendrá misericordia de nosotros; él sujetará nuestras iniquidades, y echará en los profundos de la mar todos nuestros pecados." (Miqueas 7:7, 8, 19.)  Dios ha prometido lo siguiente: "Haré más precioso que el oro fino al varón, y más que el oro de Ophir al hombre." (Isaías 13:12.) "Bien que fuisteis echados entre los tiestos, seréis como las alas de la paloma cubierta de plata,  y sus plumas con amarillez de oro." (Salmo 68:13.) Aquellos a quienes Cristo más haya perdonado serán los que más le amarán. Estos son los que en el último día estarán más cerca de su trono. "Y verán su cara; y su nombre estará en sus frentes." (Apocalipsis 22:4). 138
(El Ministerio de Curación de Elena G. De White)

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