CORNELIO, el centurión romano, era rico y de noble estirpe. Desempeñaba un puesto de confianza y honor. Pagano de origen, así como por su educación y cultura, había adquirido por su trato con los judíos, un conocimiento del verdadero Dios, a quien adoraba desde entonces, demostrando la sinceridad de su fe por la compasión que tenía de los pobres. "Hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre." (Hechos 10:2). Cornelio no conocía el Evangelio tal como había sido revelado en la vida y muerte de Cristo, y Dios le envió un mensaje directo del cielo, y por medio de otro mensaje mandó al apóstol Pedro para que fuera a verlo y a instruirlo. Cornelio no se había unido con la congregación judaica, y hubiera sido considerado por los rabinos como pagano e impuro; pero Dios veía la sinceridad de su corazón, y desde su trono envió mensajeros para que se unieran con su siervo en la tierra y enseñaran el Evangelio a este oficial romano.
Así busca Dios hoy también almas entre las clases altas como entre las bajas. Hay muchos como Cornelio, a quienes Dios desea poner en relación con su iglesia. Las simpatías de estos hombres están por el pueblo del Señor. Pero los lazos que los unen con el mundo los tienen fuertemente sujetos. Necesitan estos hombres valor moral para juntarse con las clases bajas. Hay que hacer esfuerzos especiales por estas almas que se encuentran en tan gran peligro a causa de sus responsabilidades y relaciones.
Mucho se ha dicho respecto a nuestro deber para con los 161 pobres desatendidos; ¿no debe dedicarse alguna atención a los ricos desatendidos?
Muchos no ven promesa en ellos, y poco hacen para abrir los ojos de los que, cegados y deslumbrados por el brillo de la gloria terrenal, no piensan en la eternidad. Miles de ricos han descendido al sepulcro sin que nadie los previniera. Pero por muy indiferentes que parezcan, muchos de ellos andan con el alma cargada. "El que ama el dinero no se hartará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto." (Eclesiastés 5:10.) El que dice al oro fino: "Mi confianza eres tú," ha "negado al Dios soberano." (Job 31:24, 28.) "Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate. "Porque la redención de su vida es de gran precio, y no se hará jamás." (Salmo 49:7, 8).
Las riquezas y los honores del mundo no pueden satisfacer al alma. Muchos ricos ansían alguna seguridad divina, alguna esperanza espiritual. Muchos anhelan algo que ponga fin a la monotonía de su vida estéril. Muchos funcionarios públicos sienten necesidad de algo que no tienen. Pocos de ellos asisten a la iglesia, pues consideran que no obtienen gran provecho. La enseñanza que allí oyen no conmueve su corazón. ¿No les dirigiremos algún llamamiento personal? Entre las víctimas de la necesidad y del pecado se encuentran personas que en otro tiempo eran acaudaladas. Individuos de diversas carreras y condiciones quedaron dominados por las contaminaciones del mundo, por el consumo de bebidas alcohólicas, por la concupiscencia, y han sucumbido a la tentación. Si bien estos caídos necesitan compasión y asistencia, ¿no se ha de prestar alguna atención a los que todavía no se han abismado, pero que ya ponen el pie en la misma senda?
Miles de personas que desempeñan puestos de confianza y honor se entregan a hábitos que envuelven la ruina del alma y del cuerpo. Hay ministros del Evangelio, estadistas, literatos, 162 hombres de fortuna y de talento, hombres de capacidad para vastas empresas y para cosas útiles, que están en peligro mortal porque no ven la necesidad de dominarse en todo. Hay que llamarles la atención respecto de los principios de la templanza, no de un modo dogmático, sino a la luz del gran propósito de Dios para con la humanidad. Si se les presentaran así los principios de la verdadera templanza, muchos individuos de las clases altas reconocerían el valor de ellos y les darían franca acogida.
Debemos convencerles del resultado de tan perniciosos hábitos en la merma de las facultades físicas, mentales y morales. Ayúdeseles a darse cuenta de su responsabilidad como administradores de los dones de Dios. Hágaseles ver el bien que podrían hacer con el dinero que gastan ahora en cosas perjudiciales. Indúzcaseles a la abstinencia completa, aconsejándoles que el dinero que pudieran gastar en bebidas, tabaco, o cosas por el estilo, lo dediquen al alivio de los enfermos pobres, o a la educación de niños y jóvenes para ser útiles en el mundo. No serían muchos los que se negarían a oír una invitación tal.
El ángel del Señor estaba en medio de ella. Así también en las privaciones y aflicciones el resplandor de la presencia del 163 Invisible está con nosotros para consolarnos y sostenernos. Muchas veces se piden oraciones por los que padecen enfermedad o sufren infortunios; pero los hombres a quienes se otorgó prosperidad e influencia necesitan aun más nuestras oraciones. En el valle de la humillación, donde los hombres sienten su necesidad y dependen de Dios para que guíe sus pasos, hay seguridad relativa. Pero los que se encuentran, por así decirlo, en la cumbre, y a quienes, debido a su situación, se les atribuye sabiduría, son los que corren el mayor peligro. A menos que confíen en Dios, caerán seguramente.
La Biblia no condena a nadie por rico, si adquirió honradamente su riqueza. La raíz de todo mal no es el dinero, sino el amor al dinero. Dios da a los hombres la facultad de enriquecerse; y en manos del que se porta como administrador de Dios, empleando generosamente sus recursos, la riqueza es una bendición, tanto para el que la posee como para el mundo. Pero muchos, absortos en su interés por los tesoros mundanos, se vuelven insensibles a las demandas de Dios y a las necesidades de sus semejantes. Consideran sus riquezas como medio de glorificarse. Añaden una casa a la otra, y una tierra a otra tierra; llenan sus mansiones de lujos, mientras que alrededor de ellos hay seres humanos sumidos en la miseria y el crimen, en enfermedades y muerte. Los que así dedican su vida al egoísmo no desarrollan los atributos de Dios, sino los del maligno.
Estos hombres necesitan del Evangelio. Necesitan que se les aparte la vista de la vanidad de las cosas materiales a lo precioso de las riquezas duraderas. Necesitan aprender cuánto gozo hay en dar, y cuánta bendición resulta de ser colaboradores de Dios. El Señor dice: "A los ricos de este siglo manda que no . . . pongan la esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia 164 de que gocemos: que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, que con facilidad comuniquen, atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano a la vida eterna." (1 Timoteo 6:17-19).
Por medio del trato casual o accidental no es posible llevar a Cristo a los ricos, que aman al mundo y lo adoran. Estas personas son muchas veces las de más difícil acceso. Por ellas deben hacer esfuerzos personales quienes, animados de espíritu misionero, no se desalienten ni flaqueen. Hay personas particularmente idóneas para trabajar entre las clases altas. Necesitan pedir a Dios sabiduría para alcanzarlas, y no contentarse con un conocimiento casual de ellas, sino procurar despertarlas, mediante su esfuerza personal y su fe viva, para que sientan las necesidades del alma, y sean llevadas al conocimiento de la verdad que está en Jesús.
Muchos se figuran que para alcanzar a las clases altas, hay que adoptar un modo de vivir y un método de trabajo adecuado a los gustos desdeñosos de ellas. Consideran de suma importancia cierta apariencia de fortuna, los costosos edificios, trajes y atavíos, el ambiente imponente, la conformidad con las costumbres mundanas y la urbanidad artificioso de las clases altas, así como su cultura clásica y lenguaje refinado. Esto es un error. El modo mundano de proceder para alcanzar las clases altas no es el modo de proceder de Dios. Lo que surtirá efecto en esta tarea es la presentación del Evangelio de Cristo de un modo consecuente y abnegado.
Lo que hizo el apóstol Pablo al encontrarse con los filósofos de Atenas encierra una lección para nosotros. Al presentar el Evangelio ante el tribunal del Areópago, Pablo contestó a la lógica con la lógica, a la ciencia con la ciencia, a la filosofía con la filosofía. Los más sabios de sus oyentes quedaron atónitos. No podían rebatir las palabras de Pablo. Pero este esfuerzo dio poco fruto. Escasos fueron los que aceptaron el Evangelio. En lo sucesivo Pablo adoptó un procedimiento 165 diferente. Prescindió de complicados argumentos y discusiones teóricas, y con sencillez dirigió las miradas de hombres y mujeres a Cristo, el Salvador de los pecadores.
Escribiendo a los Corintios acerca de su obra entre ellos, dijo: "Así que, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con altivez de palabra, o de sabiduría, a anunciamos el testimonio de Cristo. Porque no me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado.... Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, mas con demostración del Espíritu y de poder; para que vuestra fe no esté fundada en sabiduría de hombres, mas en poder de Dios." (1 Corintios 2:1-5).
Y en su epístola a los romanos, dice: "No me avergüenzo del evangelio: porque es potencia de Dios para salud a todo aquel que cree; al Judío primeramente y también al Griego." (Romanos 1:16). Que aquellos que trabajan por las clases altas se porten con verdadera dignidad, teniendo presente que tienen a ángeles por compañeros. Embargue su mente y su corazón el "Escrito está." Tengan siempre colgadas en el aposento de su memoria las preciosas palabras de Cristo. Hay que estimarías más que el oro o la plata.
Cristo dijo que le era más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que al rico entrar en el reino de Dios. Mientras se trabaje por los ricos se presentarán muchos motivos de desaliento, se tropezarán con muchas revelaciones angustiosas. Pero todo es posible con Dios. El puede y quiere obrar mediante agentes humanos e influirá en el espíritu de quienes dedican su vida a ganar dinero.
Veránse realizar milagros de conversiones verdaderas, milagros que hoy no se advierten. Los hombres más eminentes de la tierra no son inaccesibles para el poder del Dios que obra maravillas. Si los que colaboran con él cumplen su deber valiente y fielmente, Dios convertirá a personas que desempeñan 166 puestos de responsabilidad, a hombres de inteligencia e influencia. Mediante el poder del Espíritu Santo, muchos serán inducidos a aceptar los principios divinos.
Cuando les conste bien claro que el Señor espera que ellos sean sus representantes para aliviar a la humanidad doliente, muchos responderán y contribuirán con sus recursos y su simpatía a mejorar la suerte de los pobres. Al desprenderse así de sus intereses egoístas, muchos se entregarán a Cristo. Con sus dotes de influencia y sus recursos, cooperarán gozosos en la obra de beneficencia con el humilde misionero que fue instrumento de Dios para su conversión. Mediante el empleo acertado de sus tesoros terrenales se harán "tesoro en los cielos que nunca falta; donde ladrón no llega, ni polilla corrompe." (Lucas 12:33).
Una vez convertidos a Cristo, muchos llegarán a ser instrumentos en manos de Dios para trabajar en beneficio de otros de su propia categoría social. Verán que se les ha encomendado una misión del Evangelio en favor de los que han hecho de esté mundo su todo. Consagrarán a Dios su tiempo y su dinero y dedicarán su talento e influencia a la obra de ganar almas para Cristo. Sólo la eternidad pondrá de manifiesto lo realizado por esta clase de ministerio, y cuántas almas, antes presa de dudas y hastiadas de mundanalidad y desasosiego, fueron llevadas al gran Restaurador, siempre ansioso de salvar eternamente a los que a él acuden. Cristo es un Salvador resucitado, y hay curación en sus alas. 167
Las riquezas y los honores del mundo no pueden satisfacer al alma. Muchos ricos ansían alguna seguridad divina, alguna esperanza espiritual. Muchos anhelan algo que ponga fin a la monotonía de su vida estéril. Muchos funcionarios públicos sienten necesidad de algo que no tienen. Pocos de ellos asisten a la iglesia, pues consideran que no obtienen gran provecho. La enseñanza que allí oyen no conmueve su corazón. ¿No les dirigiremos algún llamamiento personal? Entre las víctimas de la necesidad y del pecado se encuentran personas que en otro tiempo eran acaudaladas. Individuos de diversas carreras y condiciones quedaron dominados por las contaminaciones del mundo, por el consumo de bebidas alcohólicas, por la concupiscencia, y han sucumbido a la tentación. Si bien estos caídos necesitan compasión y asistencia, ¿no se ha de prestar alguna atención a los que todavía no se han abismado, pero que ya ponen el pie en la misma senda?
Miles de personas que desempeñan puestos de confianza y honor se entregan a hábitos que envuelven la ruina del alma y del cuerpo. Hay ministros del Evangelio, estadistas, literatos, 162 hombres de fortuna y de talento, hombres de capacidad para vastas empresas y para cosas útiles, que están en peligro mortal porque no ven la necesidad de dominarse en todo. Hay que llamarles la atención respecto de los principios de la templanza, no de un modo dogmático, sino a la luz del gran propósito de Dios para con la humanidad. Si se les presentaran así los principios de la verdadera templanza, muchos individuos de las clases altas reconocerían el valor de ellos y les darían franca acogida.
Debemos convencerles del resultado de tan perniciosos hábitos en la merma de las facultades físicas, mentales y morales. Ayúdeseles a darse cuenta de su responsabilidad como administradores de los dones de Dios. Hágaseles ver el bien que podrían hacer con el dinero que gastan ahora en cosas perjudiciales. Indúzcaseles a la abstinencia completa, aconsejándoles que el dinero que pudieran gastar en bebidas, tabaco, o cosas por el estilo, lo dediquen al alivio de los enfermos pobres, o a la educación de niños y jóvenes para ser útiles en el mundo. No serían muchos los que se negarían a oír una invitación tal.
Hay otro peligro al cual están particularmente expuestos los ricos, y su existencia ofrece también un campo de acción para el misionero médico. Muchos que gozan de prosperidad en el mundo, y que nunca se dejaron arrastrar por los vicios ordinarios, se encaminan a la ruina por el amor de las riquezas. La copa más difícil de llevar no es la vacía, sino la que está llena hasta el borde. Esta es la que exige el mayor cuidado para conservarla en equilibrio. La aflicción y la adversidad traen consigo desengaño y tristeza; pero la prosperidad es lo más peligroso para la vida espiritual. Los que sufren reveses pueden simbolizarse por la zarza que Moisés vio en el desierto, la cual ardía sin consumirse.
El ángel del Señor estaba en medio de ella. Así también en las privaciones y aflicciones el resplandor de la presencia del 163 Invisible está con nosotros para consolarnos y sostenernos. Muchas veces se piden oraciones por los que padecen enfermedad o sufren infortunios; pero los hombres a quienes se otorgó prosperidad e influencia necesitan aun más nuestras oraciones. En el valle de la humillación, donde los hombres sienten su necesidad y dependen de Dios para que guíe sus pasos, hay seguridad relativa. Pero los que se encuentran, por así decirlo, en la cumbre, y a quienes, debido a su situación, se les atribuye sabiduría, son los que corren el mayor peligro. A menos que confíen en Dios, caerán seguramente.
La Biblia no condena a nadie por rico, si adquirió honradamente su riqueza. La raíz de todo mal no es el dinero, sino el amor al dinero. Dios da a los hombres la facultad de enriquecerse; y en manos del que se porta como administrador de Dios, empleando generosamente sus recursos, la riqueza es una bendición, tanto para el que la posee como para el mundo. Pero muchos, absortos en su interés por los tesoros mundanos, se vuelven insensibles a las demandas de Dios y a las necesidades de sus semejantes. Consideran sus riquezas como medio de glorificarse. Añaden una casa a la otra, y una tierra a otra tierra; llenan sus mansiones de lujos, mientras que alrededor de ellos hay seres humanos sumidos en la miseria y el crimen, en enfermedades y muerte. Los que así dedican su vida al egoísmo no desarrollan los atributos de Dios, sino los del maligno.
Estos hombres necesitan del Evangelio. Necesitan que se les aparte la vista de la vanidad de las cosas materiales a lo precioso de las riquezas duraderas. Necesitan aprender cuánto gozo hay en dar, y cuánta bendición resulta de ser colaboradores de Dios. El Señor dice: "A los ricos de este siglo manda que no . . . pongan la esperanza en la incertidumbre de las riquezas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia 164 de que gocemos: que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, que con facilidad comuniquen, atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano a la vida eterna." (1 Timoteo 6:17-19).
Por medio del trato casual o accidental no es posible llevar a Cristo a los ricos, que aman al mundo y lo adoran. Estas personas son muchas veces las de más difícil acceso. Por ellas deben hacer esfuerzos personales quienes, animados de espíritu misionero, no se desalienten ni flaqueen. Hay personas particularmente idóneas para trabajar entre las clases altas. Necesitan pedir a Dios sabiduría para alcanzarlas, y no contentarse con un conocimiento casual de ellas, sino procurar despertarlas, mediante su esfuerza personal y su fe viva, para que sientan las necesidades del alma, y sean llevadas al conocimiento de la verdad que está en Jesús.
Muchos se figuran que para alcanzar a las clases altas, hay que adoptar un modo de vivir y un método de trabajo adecuado a los gustos desdeñosos de ellas. Consideran de suma importancia cierta apariencia de fortuna, los costosos edificios, trajes y atavíos, el ambiente imponente, la conformidad con las costumbres mundanas y la urbanidad artificioso de las clases altas, así como su cultura clásica y lenguaje refinado. Esto es un error. El modo mundano de proceder para alcanzar las clases altas no es el modo de proceder de Dios. Lo que surtirá efecto en esta tarea es la presentación del Evangelio de Cristo de un modo consecuente y abnegado.
Lo que hizo el apóstol Pablo al encontrarse con los filósofos de Atenas encierra una lección para nosotros. Al presentar el Evangelio ante el tribunal del Areópago, Pablo contestó a la lógica con la lógica, a la ciencia con la ciencia, a la filosofía con la filosofía. Los más sabios de sus oyentes quedaron atónitos. No podían rebatir las palabras de Pablo. Pero este esfuerzo dio poco fruto. Escasos fueron los que aceptaron el Evangelio. En lo sucesivo Pablo adoptó un procedimiento 165 diferente. Prescindió de complicados argumentos y discusiones teóricas, y con sencillez dirigió las miradas de hombres y mujeres a Cristo, el Salvador de los pecadores.
Escribiendo a los Corintios acerca de su obra entre ellos, dijo: "Así que, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con altivez de palabra, o de sabiduría, a anunciamos el testimonio de Cristo. Porque no me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado.... Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, mas con demostración del Espíritu y de poder; para que vuestra fe no esté fundada en sabiduría de hombres, mas en poder de Dios." (1 Corintios 2:1-5).
Y en su epístola a los romanos, dice: "No me avergüenzo del evangelio: porque es potencia de Dios para salud a todo aquel que cree; al Judío primeramente y también al Griego." (Romanos 1:16). Que aquellos que trabajan por las clases altas se porten con verdadera dignidad, teniendo presente que tienen a ángeles por compañeros. Embargue su mente y su corazón el "Escrito está." Tengan siempre colgadas en el aposento de su memoria las preciosas palabras de Cristo. Hay que estimarías más que el oro o la plata.
Cristo dijo que le era más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que al rico entrar en el reino de Dios. Mientras se trabaje por los ricos se presentarán muchos motivos de desaliento, se tropezarán con muchas revelaciones angustiosas. Pero todo es posible con Dios. El puede y quiere obrar mediante agentes humanos e influirá en el espíritu de quienes dedican su vida a ganar dinero.
Veránse realizar milagros de conversiones verdaderas, milagros que hoy no se advierten. Los hombres más eminentes de la tierra no son inaccesibles para el poder del Dios que obra maravillas. Si los que colaboran con él cumplen su deber valiente y fielmente, Dios convertirá a personas que desempeñan 166 puestos de responsabilidad, a hombres de inteligencia e influencia. Mediante el poder del Espíritu Santo, muchos serán inducidos a aceptar los principios divinos.
Cuando les conste bien claro que el Señor espera que ellos sean sus representantes para aliviar a la humanidad doliente, muchos responderán y contribuirán con sus recursos y su simpatía a mejorar la suerte de los pobres. Al desprenderse así de sus intereses egoístas, muchos se entregarán a Cristo. Con sus dotes de influencia y sus recursos, cooperarán gozosos en la obra de beneficencia con el humilde misionero que fue instrumento de Dios para su conversión. Mediante el empleo acertado de sus tesoros terrenales se harán "tesoro en los cielos que nunca falta; donde ladrón no llega, ni polilla corrompe." (Lucas 12:33).
Una vez convertidos a Cristo, muchos llegarán a ser instrumentos en manos de Dios para trabajar en beneficio de otros de su propia categoría social. Verán que se les ha encomendado una misión del Evangelio en favor de los que han hecho de esté mundo su todo. Consagrarán a Dios su tiempo y su dinero y dedicarán su talento e influencia a la obra de ganar almas para Cristo. Sólo la eternidad pondrá de manifiesto lo realizado por esta clase de ministerio, y cuántas almas, antes presa de dudas y hastiadas de mundanalidad y desasosiego, fueron llevadas al gran Restaurador, siempre ansioso de salvar eternamente a los que a él acuden. Cristo es un Salvador resucitado, y hay curación en sus alas. 167
(El Ministerio de Curación de Elena G. De White)
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